domingo, 8 de julio de 2007
Jazz en La Ópera
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Benson, en silncio, comía granos tostados de cacao en el vestíbulo de la Ópera.
La puerta de la sala se iba a cerrar, los espectadores rezagados buscaban sus asientos y los músicos calentaban dedos zumbando como una banda de mosquitos a la hora de la siesta. Sobresalía un clarinete que tocaba viejo jazz pegadizo, una antigua melodía que todos se sabían: ‘¡En marcha!’. Un saxo gangoso le seguía, “gu-guá”, y un contrabajo marcaba un contrapunto rápido de virtuoso dum-dum-dudum-dududum-dong-dong.
“Jazz”, gritaron los espectadores muy contentos —los colonos espaciales estaban orgullosos de ir a la ópera, el colmo de la elegancia, pero en su corazón amaban el jazz que se tocaba en las tabernas de sus mundos— “¡Más jazz!”, pidieron, y una trompeta se lanzó más fuerte: ¡EN MARCHA!.
Benson se sonrió. ¡Qué oportuno! Justamente él tenía que tomar aquella misma decisión: Marcharse con el general Azumbre, o continuar haciendo su música en la taberna de Cannas. ¿Qué hacía? ¿Tomaba el trabajo que le ofrecía el general en su nuevo planeta en construcción?
—¡No te vayas, Benson! —le tiraba de la manga la pobre Yanna, su amiga, muy apurada.
El general Azumbre escuchaba la música junto a ellos tan tranquilo como si no llevase encima armas como para destruir un planeta entero. Se había quitado el casco de acero, alargaba el oído con interés y seguía la melodía con el pie.
Dentro de la sala se escuchó de pronto la preciosa voz de Pezlunar, la diva que tenía que cantar ópera aquella noche, pero que se había animado y se había arrancado
con una viejísima melodía de Miles Davis, “Kind of blue” —una canción de amor—, y hacía vibrar el aire leeeeeenta y suaaaaavemente arrolladora, “LÁGRIMAS AZULES EN TUS OJOS”, cantaba...
El general Azumbre se estremeció. La voz de la cantante le afectaba profundamente. Encogió su ojo periscópico, es decir lo cerró, dejó de ver, y se concentró en la música.
Se decía que antes, hacía tiempo, el general Azumbre había sido joven y que había estado enamorado de una chica pero ella le había rechazado. Asuntos de juventud tan viejos como el mundo. Azumbre había llorado por ella interminablemente y la sal de sus lágrimas le había secado los ojos y le había dejado ciego y sin sentimientos. El ojo artificial que le habían injertado le había permitido recuperar la vista, pero los sentimientos no habían tenido arreglo. Azumbre nunca había tenido una mujer, una sola, una que le gustase de verdad. Las mujeres decían que era un bruto, que era un monstruo, y eran muy pocas las que se habían atrevido a acercarse a él, y menos las que le habían querido.
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Pero en este momento el general, con su único ojo articial cerrado, ciego, vulnerable y vibrando con la música, no parecía tan mala persona, o, al menos, no tan mal cacho de carne en lata... 'Lágrimas azules en tus ojos", entonaba lentamente la cantante, y Benson pensó que nadie había conocido a Azumbre tan bien como para llamarle monstruo.
lunes, 25 de junio de 2007
Ópera flotante 3.- El rey del cacao
Los soldados del general Azumbre dejaron las armas en el guardarropa del Palacio de la Ópera. Uno feo pequeñajo desdentado auténtico cangrejo de plástico, abrió su casco: en la frente no había sesos sino un cañoncito portátil con mira de precisión, carga de guerra y bomba de hidrógeno. Chismecillo letal. El soldado se lo extrajo y lo echó a rodar sobre el mostrador, y se rió tontamente con la e JEEEEE-E-E-EEEJ... La chavala del guardarropa chilló... y él le guiñó un ojo.
¿Dónde escondía la masa encefálica aquel bergante? De fijo que no le servía para pensar pero al menos debería tenerla para poder obedecer las órdenes… Era un misterio.
Azumbre sonreía distraído. Sacaba del cinto unas habas tostadas de cacao, las estrujaba, les quitaba la corteza y las mordisqueaba. ¿Un placer? Tenían que estar muy amargas pero él, simple cacho de carne con tornillos, no lo notaba.
Olía intensamente a chocolate.
De pronto vio a Benson y su ojo metálico brilló con interés. Se acercó.
—¡Usted es el hombre de la piel verde! —sonrió amablemente— El que fabrica oxígeno, como las plantas —inclinó el corpachón y clavó su ojo en él.
Una peste a cacao agrio surgió de sus muelas cariadas y Benson se echó atrás con asco.
—No se asuste, amigo. Sólo le haré una proposición de negocios. Necesito gente como usted, que entienda de vegetales, para cultivar nuestro planeta. ¡Oh, es un paraíso! ¡Lo más bonito de toda la gran galaxia! Hay islas abundantes en la franja tropical con clima suave, vegetación salvaje, animales libres, aguas mansas, mares limpios, playas blancas… Se está de vicio ¡¡¡
La fea cara de Azumbre se puso poética.
—Yo sé que su vida es pura bazofia, joven: se ha vuelto medio planta, le ha dejado la novia y el gobierno le busca para cortarlo en pedacitos para investigación. Usted ha huído y malvive disfrazado de artista, cantando y limpiando suelos en una taberna de un planetucho de tercera.
Extendió su enorme mano con un puñado de habas de cacao.
—Únase a nosotros, ayude a civilizar nuestro planeta, eche una mano con las plantaciones y tendrá usted un pedazo de tierra en el paraíso. Será usted el rey del cacao y todo el mundo le respetará. Yo le respetaré.
Benson tomó un grano y comprobó con sorpresa que estaba muy bueno.
—No más fregar —remachó Azumbre con una sonrisa marrón.
»¡No más fregar! —y el cerebro Benson mordisqueó la grata posibilidad.
miércoles, 13 de junio de 2007
Ópera flotante 3.- El general Azumbre
La Frontera, el último cinturón de mundos nuevos, cubría aquel brazo de la galaxia. Era un lugar salvaje donde iban los que no tenían nada que perder, como colonos de los nuevos planetas apenas habitables, apenas dignos de llamarse civilizados, sin dueños y sin trabas y olvidados por la Ley.
La nueva Ópera Flotante era el orgullo de La Frontera, y sus parroquianos eran pioneros de lo más animado.
Benson y Yahnna miraron la fauna que entraba en el auditorio:
Tipos riquísimos cuajados de pedrería recién extraída en los nuevos yacimientos, que mascaban tabaco y lo escupían groseramente por el colmillo. Mujeres muy guapas con vestidos refinadísimos, pero que se descalzaban en sus butacas y agitaban los dedos de los pies en alto, acostumbradas como estaban a llevar botas para el barro en sus asentamientos. Luego, la masa sencilla con la piel curtida por mil soles que se reía y gritaba en libertad, como si estuvieran en las tabernas y los tinglados libres de sus propios planetas. Los niños nacidos en la periferia, que nunca habían conocido el lujo, iban por el edificio de cristal con la boca abierta y los ojos como platos. Se veía algún viejo patricio desterrado por intrigas políticas sentado en su palco con dignidad, con indolencia, añorando un destino superior y más refinado. La Frontera era un hervidero de intrigas y luchas de poder, un campo efervescente de codicia, donde los desterrados de la política central también encontraban lugar para sus habilidades.
En ese momento entraba un buen ejemplo de luchador: el general Azumbre, un tipo que había empezado vendiendo protección y había acabado con un ejército propio que alquilaba para pacificar tal o cual planeta, o para destrozarlo, según le pagaran. Era un individuo enorme que venía revestido de una armadura completa, reluciente, que hacía un estruendo como de trueno a cada paso que daba y que miraba ferozmente con un solo ojo telescópico todo a su alrededor, como calculando a quién se iba a comer primero. Venía serio y cejijunto, y rodeado por un montón de guerreros de los suyos, todos exoesqueleto metálico y barbas salvajes. Un horror.
Los jóvenes vigilantes de la entrada, que estaban orgullosos de pertenecer al personal de la bella Ópera Flotante y no tenían miedo, le cerraron el paso a Azumbre y le indicaron que allí no se podía entrar con armas. Todo el cortejo de guerreros se detuvo. Azumbre miró al rubio jovencito que le señalaba el guardarropa con un dedo largo de artista, miró la multitud congregada dentro de la sala, calculó su poder si se producía una estampida, observó las armas de defensa que le apuntaban ocultas en las puertas, y decidió portarse bien: Ordenó a sus soldados que diesen la vuelta y dejasen las armas en el guardarropas.
Los guardianes de la ópera suspiraron de alivio mientras los enormes guerreros crujían y retrocedían.
Benson también sintió un gran alivio. Sonrió y decidió que era hora de buscar asiento
—¿Entramos? —le dijo a Yahna.
Pero la chica le apretó el brazo con miedo.
—Se están metiendo en los pasillos interiores —susurró.
La mayoría de los guerreros se habían escabullido en silencio por los pasillos de cristal azul que llevaban a la parte de atrás del escenario y a los camerinos. Se estaban infiltrando en el edificio sin que nadie se diese cuenta.
La nueva Ópera Flotante era el orgullo de La Frontera, y sus parroquianos eran pioneros de lo más animado.
Benson y Yahnna miraron la fauna que entraba en el auditorio:
Tipos riquísimos cuajados de pedrería recién extraída en los nuevos yacimientos, que mascaban tabaco y lo escupían groseramente por el colmillo. Mujeres muy guapas con vestidos refinadísimos, pero que se descalzaban en sus butacas y agitaban los dedos de los pies en alto, acostumbradas como estaban a llevar botas para el barro en sus asentamientos. Luego, la masa sencilla con la piel curtida por mil soles que se reía y gritaba en libertad, como si estuvieran en las tabernas y los tinglados libres de sus propios planetas. Los niños nacidos en la periferia, que nunca habían conocido el lujo, iban por el edificio de cristal con la boca abierta y los ojos como platos. Se veía algún viejo patricio desterrado por intrigas políticas sentado en su palco con dignidad, con indolencia, añorando un destino superior y más refinado. La Frontera era un hervidero de intrigas y luchas de poder, un campo efervescente de codicia, donde los desterrados de la política central también encontraban lugar para sus habilidades.
En ese momento entraba un buen ejemplo de luchador: el general Azumbre, un tipo que había empezado vendiendo protección y había acabado con un ejército propio que alquilaba para pacificar tal o cual planeta, o para destrozarlo, según le pagaran. Era un individuo enorme que venía revestido de una armadura completa, reluciente, que hacía un estruendo como de trueno a cada paso que daba y que miraba ferozmente con un solo ojo telescópico todo a su alrededor, como calculando a quién se iba a comer primero. Venía serio y cejijunto, y rodeado por un montón de guerreros de los suyos, todos exoesqueleto metálico y barbas salvajes. Un horror.
Los jóvenes vigilantes de la entrada, que estaban orgullosos de pertenecer al personal de la bella Ópera Flotante y no tenían miedo, le cerraron el paso a Azumbre y le indicaron que allí no se podía entrar con armas. Todo el cortejo de guerreros se detuvo. Azumbre miró al rubio jovencito que le señalaba el guardarropa con un dedo largo de artista, miró la multitud congregada dentro de la sala, calculó su poder si se producía una estampida, observó las armas de defensa que le apuntaban ocultas en las puertas, y decidió portarse bien: Ordenó a sus soldados que diesen la vuelta y dejasen las armas en el guardarropas.
Los guardianes de la ópera suspiraron de alivio mientras los enormes guerreros crujían y retrocedían.
Benson también sintió un gran alivio. Sonrió y decidió que era hora de buscar asiento
—¿Entramos? —le dijo a Yahna.
Pero la chica le apretó el brazo con miedo.
—Se están metiendo en los pasillos interiores —susurró.
La mayoría de los guerreros se habían escabullido en silencio por los pasillos de cristal azul que llevaban a la parte de atrás del escenario y a los camerinos. Se estaban infiltrando en el edificio sin que nadie se diese cuenta.
lunes, 29 de enero de 2007
Ópera flotante 2.- La diva
El Palacio de la Ópera flotaba en órbita lenta alrededor de una estrella enana azul. Su movimiento era suave y brillaba espléndidamente. Por dentro era un laberinto de cristal de cuarzo, en unos sitios transparente, en otros pavonado, a veces en placas de color como las vidrieras de una catedral. La gente entraba y caminaba y caminaba como encantada por las bellas salas asombrosas hasta que llegaba la hora de la representación. Entonces pasaban a la gran esfera interior que era el verdadero auditorio.
Benson y Yhanna se adentraron por los pasillos hasta una zona apartada que tenía paredes sencillas de cristales translúcidos sin rectificar y sin teñir. Había una claridad azulada irreal, muy hermosa. Era una zona de servicio para la gente del teatro y los artistas, donde estaban los guardarropas y los camerinos. Pasaban grupitos de jóvenes vestidos de blanco para la función, llevando con ellos sus instrumentos que calentaban las voces, hacían gorgoritos y se reían. Yhanna estaba en su elemento porque ella también era un buen violín solista, y se le escaparon espontaneamente unos trinos alegres. Cogió a Benson de la mano y se unió a los jóvenes, y así atravesaron los corredores azules y entraron en todas las cámaras sin llamar la atención.
—Vamos allí —Yhanna señaló una sala aparte, formada por miles de estalactitas de cristal. Se veían fuegos dorados dentro, lamparillas donde se quemaban bálsamos—. Es un altar de Mut, la diosa de la música, mi diosa. Vamos a encender un voto para pedirle buena suerte.
Unas chicas entraron con recogimiento. Dentro había silencio, sólo crujía el fuego en el círculo de lámparas votivas que rodeaban el pedestal de una pequeña figura femenina de oro en actitud receptiva.
— ¡Ay Mut! ¡Ay madre y amparo mío! —se levantó un murmullo al fondo, una voz muy bonita que se quejaba— ¡Ayúdame y no permitas que el frío me consuma! ¡No dejes que mi garganta se quede inerte, haz que pueda cantar el placer como tú, madre, nos enseñas! ¡Que el fuego me haga arder esta noche y llene de pasión a los que han venido a tu nueva Ópera para honrarte!
— ¡Pero si es PezdePlata, la diva! —se asombró Yhanna oyendo aquellas quejas complicadas.
— ¡Ay, Mut, no me falles hoy! ¡Que vuele yo muy alto! —subió hasta un tono agudísimo y se puso de pie en toda su estatura. Era una mujer gruesa y hermosa con los atributos de su madurez bien dispuestos en un cuerpo que seguía bello. Levantó los brazos al techo de cristales— ¡Que los que quieren mi fracaso se vean ellos fríos y confundidos! —gritó con voz de trueno— ¡Que mi corazón no falle hoy tampoco, Mut, porque lo pongo a tus pies! —y se desplomó de bruces en el suelo dando sollozos melodiosos muy sentidos.
Las servidoras la rodearon con revuelo de sedas ofreciéndole sales, flores, mimos y aire con abanicos de palma.
—¡Genial, es la mejor! —susurró junto a Benson y Yhanna un hombre mayor con una franja dorada en su capa de gala— Antes de la función siempre tiene miedo de fallar y se pone enferma de angustia: suda, tiene palpitaciones, se sofoca, se ahoga, parece que se muere… pero cuando entra en el auditorio y ve a su público se recupera como por milagro y canta como un ángel, como la propia Mut. ¡Y hoy va a estar como nunca!
jueves, 25 de enero de 2007
Declaración de amor
*
*
EN ESPERANTO
*
*
*
En castellano
Sólo dios me parece hombre feliz,
él puede admirarte largamente con amor
frente a ti sentado, a ti escuchándote
hablar con calma,
reír dulcemente. Oh qué golpe en el corazón
cuando te veo un minutito,
se sofoca en mí la voz, la lengua
cojea rígida.
Sólo balbucear, y fuegos delicados
corren vibrando bajo mi piel, yo ardo,
me da vértigo, las orejas me mugen,
la vista se nubla.
Sudor frío sobre mi cuerpo fluye,
un temblor me capta, el rostro está más pálido
que la hierba de otoño, se diría que
en la muerte caigo.
_______________ Safo de Lesbos.
*
EN ESPERANTO
*
*
*
En castellano
Sólo dios me parece hombre feliz,
él puede admirarte largamente con amor
frente a ti sentado, a ti escuchándote
hablar con calma,
reír dulcemente. Oh qué golpe en el corazón
cuando te veo un minutito,
se sofoca en mí la voz, la lengua
cojea rígida.
Sólo balbucear, y fuegos delicados
corren vibrando bajo mi piel, yo ardo,
me da vértigo, las orejas me mugen,
la vista se nubla.
Sudor frío sobre mi cuerpo fluye,
un temblor me capta, el rostro está más pálido
que la hierba de otoño, se diría que
en la muerte caigo.
_______________ Safo de Lesbos.
domingo, 21 de enero de 2007
Ópera flotante
Philomaena Benson se extañaba una y mil veces de que una chica exquisita como Yohana pudiera estar haciendo su música en aquella taberna del puerto espacial del planeta Cannas.
Admiraba su figura fría que pasaba entre las mesas saludando a los clientes, rechazando las manos, sonriendo. Le gustaba su cráneo bien afeitado, sus ojazos negros y su sari color noche.
- ¡Yohana, te voy a llevar a la Ópera! -le dijo a la tarde siguiente.
- Me gustaría -sonrió la chica-, pero en esta parte del espacio no hay. Somos la última frontera, somos brutos y nos gusta la música maleducada.
- Han puesto en órbita una Ópera a unos pocos parsecs de aquí, y te aseguro que es lo más nuevo y lo más moderno que flota en el espacio. No puedes estar siempre aquí, Yohana, encerrada en el puerto con los navegantes borrachos, desperdiciando tu música.
Yohana, humildemente, no creía que se estuviera desperdiciando nada pero se marchó corriendo a arreglarse, se puso un sari fino, se perfumó el suave cráneo y volvió con Benson en diez minutos.
- ¡Estás muy bien!
El edificio de la Ópera Flotante se veía desde lejos por su brillo. Parecía una esfera de diamante.
- ¿Cómo lo han hecho? -dijo Yohana, con asombro.
- Han tomado un grumo gigante de plástico termolábil y lo han rebozado con polvo de sílice, como una grandiosa croqueta. La han puesto en órbita y han provocado una reacción química que ha generado mucho calor en el corazón de plástico. Así es como la han expandido. El exterior de sílice se ha fundido también, pero enseguida el frío del espacio lo ha compactado, cristalizado, y ha formado esa costra transparente, esa enorme pompa brillante. ¡Es toda una idea! El interior también es de neocristal: los suelos, los asientos, las paredes...
- ¡Ay! -se agitó Yohana con inquietud- ¿Quieres decir que los techos son transparentes y que los del piso de abajo me pueden ver las plantas de los pies?
Y se marchó corriendo a cubrírselas con henna porque, según la religión de los artistas de música corporal, las sensibles plantas de los pies eran sagradas y no se debían mostrar desnudas.
de Luis Cernuda (enviado por Albor)
También de Luis Cernuda (enviado por Albor)
Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida enmedio,
pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición, sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.
Libertad no conozco sino libertad de estar preso en alguien
Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
Alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,
Por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
Y mi cuerpo y mi espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
Como leños perdidos que el mar anega o levanta
Libremente, con la libertad del amor,
La única libertad que me exalta,
La única libertad por que muero.
Tú justificas mi existencia:
Si no te conozco, no he vivido;
Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida enmedio,
pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición, sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.
Libertad no conozco sino libertad de estar preso en alguien
Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
Alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,
Por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
Y mi cuerpo y mi espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
Como leños perdidos que el mar anega o levanta
Libremente, con la libertad del amor,
La única libertad que me exalta,
La única libertad por que muero.
Tú justificas mi existencia:
Si no te conozco, no he vivido;
Si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido
sábado, 20 de enero de 2007
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